"A esto ya no se le puede decir pobreza ni indigencia. Eso es inhumano. Esto clama al Cielo", le dijo con la voz entrecortada monseñor Villalba a LA GACETA, una hora después de internarse en La Costanera. El prelado había ido ayer, por la tarde, a cerrar las fiestas patronales de la capilla de Nuestra Señora del Rosario, en Estados Unidos 1.598. Apenas llegó a la iglesia se le acercaron Eugenia Villagra e Irene Villagra, entre otras madres, que integran el movimiento para salvar a sus hijos de la droga. "Lo llevamos al arzobispo para que mire la pobreza en que viven las familias de los chicos que se drogan: no tienen trabajo, no van a la escuela por drogarse, faltan a clase porque no dan más. ¡Hasta el agua nos han cortado!", dicen con tono de impotencia. Pero a la vez, se les enciende el rostro y dicen: "¿Sabe? Es la primera vez que se hace una procesión con el arzobispo por las calles".
"¡Dígale al gobernador!"
Las Madres del Pañuelo Negro contaron que le pidieron a monseñor Villalba: "dígale al gobernador José Alperovich que usted vio todo esto para que nos ayude!" Pero el arzobispo dejó traslucir una sensación de impotencia muy grande: "voy a hacer lo que pueda pero no está en mis manos resolverlo. Supongo que las autoridades ya lo saben y que no hace falta que se lo diga" .
Parado al lado del grupo de madres, Andrés Villafañe, de 21 años, miraba con ojos desorbitados. Al ser interrogado, sólo alcanzó a sonreír sin entender, aparentemente. "Decile a la periodista que te drogás, y que necesitás trabajo", lo indujo sin éxito una de las mujeres. El chico, con barba y bigote de varios días y ropas sucias y gastadas, siguió sin respuesta. "Mire, así como él están todos aquí", justificó Irene. Al preguntar sobre el apellido (Villagra) que se repetía, confesaron casi a coro: "todos somos familia, y nuestros hijos, que antes jugaban juntos y se divertían cuando eran chicos, ahora se drogan. ¡Es una desgracia!", remató Irene con una mueca de dolor que la obligó a bajar los ojos.
Andrés, un indocumentado que lleva más de un año dando vueltas por el barrio sin saber qué hacer -se fue directo a la parroquia, como le habían aconsejado las mujeres - a buscar "al hombre de la gorrita roja", según describieron al arzobispo. "Andá, pedile que te bendiga, a ver si te curás un poco", encomendó una vecina.
Procesión con clamor
Por primera vez, las fiestas patronales de Nuestra Señora del Rosario tuvieron un cierre propio de las galas de una Catedral. Una procesión con la pequeña imagen de Nuestra Señora del Rosario recorrió las calles, precedida por unos 15 sacerdotes, entre los que se encontraba monseñor Melitón Chávez, vicario de la Arquidiócesis, y seminaristas. Todos iban encabezados por el arzobispo. Le seguía el pueblo por detrás, con sus hijos pequeños, unos en brazos y otros en coches destartalados. En medio de su borrachera, Manuel, con una botella de vino en cada mano, se sumó a los cantos del Ave María, entre trago y trago. Las sotanas embarradas recorrieron a paso lento el vecindario. Monseñor Villalba no tenía apuro en desviarse a cada momento para saludar que no podía caminar y que contemplaba el piadoso espectáculo desde la puerta de su casa. Aquí estaba María Raquel Diarte sin poder decir una palabra. Y no porque le faltara la dentadura. Las lágrimas se le metían en la boca entreabierta siguiendo el mismo recorrido. Movía las manos explicandando lo que no puede poner en palabras. En su silla de ruedas, enterradas en el barro, recibió la bendición del arzobispo. A pesar de su humildad, las casas estaban adornadas. De las puertas y ventanas colgaban ramilletes de globos blancos y amarillos. Las viviendas más cercanas a la capilla tenían cadenas de papel, igual que la entrada al templo, que en realidad es un enorme galpón, donde ayer ya no entraba un alfiler, En el trayecto hacia la capilla, el arzobispo se detenía a tocar la cabeza de los niños, a bendecir y a conversar brevemente con los vecinos.
Su blanca sotana acarició los basurales, saltó charcos y se acercó hasta quienes no podían moverse porque son discapacitados o están enfermos. Cuando pasó por la casa de María, ella tuvo un gesto que quizás monseñor Villalba nunca olvidará: cortó una rosa de su jardín y se la ofreció.
Fuente: lagaceta.com.ar