El viernes pasado el pianista revolucionó la sala del Musikverein de Viena con un programa Chopin. Uno podría pensar que ciertas ovaciones o muestras de fanatismo eran exclusivas del Colón, tanto por el tributo a un músico célebre nacido en Buenos Aires como por el proverbial y generalizado entusiasmo del público argentino, apreciado tanto por las estrellas de la música clásica como por las del pop. Pero Barenboim suscita adhesiones similares en la tradicional sala vienesa, tal vez la más hermosa sala de conciertos del mundo con esa proporcionada forma de caja de zapatos, cuyos bronces y oropeles no llegan a tapar cierto aire de provincia, algo que de alguna manera se respira en toda Viena.
Seis bises debió hacer el pianista en su recital Chopin, los tres últimos con la sala de pie, algo que está fuera de toda norma en la Musikvereinsaal. Sin ir más lejos, el lunes anterior había tocado la London Symphony dirigida por el ruso Valery Gergiev; la orquesta presentó las tres obras anunciadas y el programa se dio por terminado. Es cierto que las orquestas raramente suscitan el afecto que atesoran los solistas, o que una obra tan exterior como Vida de héroe (Strauss) no puede compararse emocionalmente con un compás de Chopin, pero de todas maneras la actuación de la orquesta inglesa había sido magistral.
El magnetismo de Barenboim se manifiesta ante todo en la ejecución, y también en una serie de cuestiones laterales, entre las que seguramente no sólo entran sus pronunciamientos políticos y su forma de articular música y vida, sino también las minucias de su estilo. Por ejemplo, la manera de arribar a la sala: una hora antes del concierto apareció de la nada en medio de una de las calles laterales de la Musikverein y pasó pidiendo permiso entre la fila que se había formado para acceder a las entradas de pie (punto inicial de una auténtica carrera de obstáculos que tiene su premio en el acceso a la baranda que enfrenta al escenario desde el fondo de la sala. Los primeros tendrán el inestimable beneficio del apoyo en la baranda, por 6 euros. No es necesario quedarse adherido; simplemente se deja colgada una bufanda o un pañuelo y se puede ir a tomar una cerveza para volver a la hora del concierto. A nadie se le ocurrirá tomar su lugar). La gente de la fila -sobre todo, pianistas y estudiantes de música de distintos orígenes que se están formando en Viena- lo miraban sin animarse a decirle una palabra, tal vez sorprendidos de no verlo llegar en limusina.
Dos semanas antes había tenido lugar otra experiencia Barenboim en la Salle Pleyell de París, esta vez al frente del la Staatskapelle de Berlín y con una de las obras que había traído en su última gira a la Argentina: las maravillosas Cinco piezas para orquesta de Schoenberg, además de los conciertos 1 y 4 de Beethoven, que dirigió desde el piano. Es increíble lo que Barenboim ha logrado con esa orquesta que él tomó cuando estaba un poco vetusta y muy alejada del repertorio sinfónico más radical del siglo XX. Las ovaciones del público francés fueron retribuidas por un único bis que valió por varios: el segundo Impromptu del op. 142 de Schubert, que Barenboim transmitió con desarmante sencillez. «
Fuente: Clarín.com